lunes, 27 de marzo de 2017


UN NAIPE MALDITO

Tarde en la madrugada me encontré caminando por el pasillo de mi casa, bastante confundida.
Cuando llegué al final me topé con la puerta de mi habitación. Al abrirla, sentí un profundo olor a alcohol. Las luces tenues apenas me permitieron ver el espejo en una esquina del espacioso lugar.
Pensé: ¡demonios! Me veo hermosa. Comencé a verme mejor, tal vez como no lo había hecho antes. Estaba un poco cansada, pero de todos modos estaba sonriendo, estaba feliz. Estaba pensando en todo lo anterior, había sido una buena noche supongo. Encendí un cigarrillo, me quité los zapatos y me enrosqué el cabello.
Creo que antes estuve acompañada de un muchacho de cabello negro. Sí. Llevaba un colgante curioso que apenas se dejaba ver entre sus ropas y desprendía el aroma de mil flores muertas.
Traté de recordarlo mejor, tal vez su piel, sus labios, tal vez sus ojos; pero me perdí en los míos a través del espejo. Todo se tornaba más oscuro en la habitación, tal vez eran las luces, tal vez mi memoria o mi visión, o después de todas las dudas simplemente eran mis ojos. Sí. El reflejo me mostraba cuencas oscuras pero el tacto no me lo confirmaba. Las manos escuálidas y las uñas cubiertas de tierra.
El espejo comenzaba a rasgarse suavemente frente a mí mientras estaba inmóvil, tranquilamente horrorizada y cada vez más confundida. ¿Había bebido algo? ¿Eran alucinaciones? ¿Qué carajo le pasaba al espejo? Cada vez más agrietado, más roto, más rota yo misma que me reflejaba en él a su gusto y no al mío, no como antes. Sin embargo, esa sonrisa era tan extraña, ¿era mía? No. Creía haberla visto antes, pero no estuve segura hasta que se dejó ver enredada entre cabellos mojados. Era él, sí.
Como un portal, el espejo se abrió. Entonces retrocedí y pude ver como se expandía para que saliera aquel hombre. En el suelo caían gotas de agua que se agrupaban en pequeños charcos.
Se paró frente a mí mirándome a los ojos por primera vez, y a los pechos, sin disimularlo. Metió su mano en el bolsillo de mi campera para tomar un cigarrillo. Suspiré muy fuerte sin pretender ocultar el miedo, a lo que él sonreía y echaba humo al aire. Encendí un cigarrillo también mientras retrocedía algunos pasos más. Enseguida se acercó y me empujó hasta caer en el sofá. Sacó de su abrigo unas cuantas cartas extendiéndolas para que tomara alguna. Tardé lo más que pude, pero pronto me presionó, obligándome a escoger.
¿Quién eres? Le dije ¿qué buscas? Escucha Lucifer, ni siquiera tengo alma, improvisé.
No tuve más respuesta que una carcajada que desató un eco eterno en mi cabeza.
Mis manos temblaban incontrolablemente mientras sacaba una carta y la volteaba para descubrir un diez de trébol. Otra carcajada siniestra resonó, estremeciéndome. 
Comencé a llorar inconsolablemente y a gritarle, hasta que me golpeó y me detuve; me quedé mirándole a los ojos mientras continuaba temblando y aún las lágrimas resbalaban por mi mejilla. Pisoteó la colilla en el suelo y se sentó tranquilamente a mi lado, acariciándome.
Ahora sí podía observarlo de cerca. Podía ver sus labios agrietados por el frío; sus ojos extrañamente enrojecidos y otra vez, por fin, podía sentir ese aroma dulcemente putrefacto.
Deslizó su mano helada por mi pierna hasta llegar debajo de mi pollera y sacó de allí una enorme rosa roja. Esbocé una sonrisa, nerviosa. No supe que otra cosa hacer, no pude preguntar siquiera su nombre, mucho menos preguntar por aquello que era de mi interés y que él parecía haber olvidado por completo; la carta.
 Respondió a mi miserable sonrisa con una sonrisa siniestra de enormes dientes afilados, que de sólo verlos me sentí desgarrada.
Se levantó de pronto y se dirigió hacia el espejo murmurando algo. Por un momento sentí que había interpretado mi sonrisa como una especie de aprobación o de permiso ya que comenzaba a arreglarse frente al objeto para llevar acabo la acción. Sí. Se colocó unas largas pestañas negras, sacó de uno de los tantos bolsillos un diminuto frasco que contenía un espeso líquido bordó y lo esparció por sus párpados y luego por sus labios, dejando caer lo que sobraba dentro de su boca.
Por fin se volteó hacia mí. ¿Por fin? Su expresión era tan espantosa que me causaba nauseas; que aumentaban a medida que se acercaba. Sentía subir desde mi estómago un tufo a ácido y mierda que fue lo único que pude pensar: ¡Mierda!
Me levanté sin pensarlo y agarrándome el vientre comencé a correr en dirección a la puerta de la habitación. Cuando por fin la alcancé y pude ver el pasillo noté que era mucho más angosto y que además estaba empapelado del techo al suelo con tréboles ensangrentados. En ese momento estalló mi angustia y no pude contener más el vómito. Me incliné abriendo la boca para dejarlo salir. El sonido del líquido contra el suelo llamó la atención del hombre y comenzó el infierno.
De una sola embestida me tumbó al suelo. Me tomó de los tobillos y me arrastró por encima de mi recién expulsada sustancia hacia la habitación nuevamente. Cerró de un golpe la puerta. Me levantó del suelo con una sola mano mientras que con la otra revolvía nervioso su bolsillo en busca de una gruesa cuerda que dejó ver segundos después. La utilizó para atarme al espejo mientras tarareaba una melodía demasiado alegre.
Fui demasiado ingenua al intentar escapar de aquellos nudos; ni bien hice el primer movimiento brusco el maldito despiadado cinchó de un extremo de la cuerda apretándola aún más, asegurándose de que no pudiese moverme.
Se alejó casi hasta la puerta meciendo la cintura y por un momento me sentí alegre creyendo que se iría. Pero no fue así, enseguida se dio la vuelta a la vez que sacaba de sus mangas unos cuantos puñales negros y comenzaba a tirarlos contra mí. Pasaban tan cerca que podía sentir su sonido viajando por el aire mientras sus puntas heladas rozaban mi piel. Seguramente la estampida duró mucho menos de lo que fue para mí. Cuando cesó abrí los ojos, entre aterrorizada y agradecida, y con el mismo aire volvía aquel hombre. Posó su dedo índice en mi ombligo y comenzó a hundirlo hasta el fondo, abriéndolo suavemente para tomar algo del centro de mis entrañas. Podía sentirlo todo, su uña rasgando las paredes de mi interior y aquel objeto arañándome el orificio y luego acariciándolo delicadamente con los pétalos de otra rosa, tan enorme como la anterior; pero esta vez, negra. La sostuvo en mi piel apretando sus espinas para que quedase firme y repitió el procedimiento una y otra vez hasta que ya no pude contar cuántas rosas había sacado desde mi centro, sin explicación alguna, antes de que quedase inconsciente a causa del dolor. Me detuve en una duda macabra: ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que este sujeto me ultrajaba sin cesar? ¿Se habría detenido en algún momento para sentir culpa o remordimiento? No lo creía y fue por ello que no me sorprendió ver la montaña de rosas en torno a nosotros ni su enérgico modo de continuar con la labor.
Ya no podía soportar aquel ardor en todo el cuerpo; el calor que me producía sobre la piel mi propia sangre ardiendo. No podía distinguir una rosa de otra, no podía enfocar la visión. Todo lo que había en el suelo era para mí una enorme maraña de sesos y gusanos. Únicamente pude distinguir en el torbellino de sombras esas pestañas de cisne y los ojos tan rojos como los de un conejo.
Dejé de sentir la presión de la cuerda sobre mis senos y mi ombligo lastimado. Me dejé caer al suelo en seguida, sin siquiera tratar de atajarme con las manos.
Sentí como me tomaba para tumbarme boca arriba, palpándome. Daba golpes suaves con sus dedos en mi vientre, en mis costillas y en mis senos. Masajeaba mis piernas esparciendo la sangre que corría sobre ellas. Apilaba rosas en torno a todo mi cuerpo a modo de colchón, o al menos eso creí hasta que me colocó una corona de rosas en la cabeza y una rosa entre las manos, sobre el pecho, y comprendí (tarde) que estaba en mi lecho de muerte.
Me desvanecí en el momento que terminó de desgarrar la piel cinchando con ambas manos desde el centro de mi estómago hacia los lados, en sentido opuesto, abriéndome por completo. Pude ver la sangre brotando de manera incontrolable, alcanzando con su hervor hasta la última rosa. Luego de eso, apenas escuchaba débiles llantos deseando que fuesen míos para tener algún indicio de vida, o de muerte; pero nada me aseguraba ninguna de las posibilidades. Sentí el dolor por un largo, o tal vez, por un corto tiempo mientras me adentraba cada vez más en una oscuridad infinita e indescifrable.
En un instante desesperado un rayo de luz me encandiló haciéndome volver en mí y tomar consciencia. Creí que había llegado a alguna especie de paraíso luego del túnel de la muerte. Con gran esfuerzo abrí los ojos para caer en la simpleza y extravagancia de esa luz salvadora que era el sol. Nunca había estado tan fascinada por ver el sol. Ni bien la vista mejoró y me permitió ver el entorno me recosté relajada en el sillón admirando mi habitación, armoniosa, casi celestial.
Me perturbó notar que la ubicación del espejo, era la misma en la que lo había colocado aquel aparecido; pero no recuperé el escalofrío hasta que dirigí la mirada a un costado para encontrarme con un misterioso naipe; precisamente, un diez de trébol.


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