UN NAIPE MALDITO
Tarde en la
madrugada me encontré caminando por el pasillo de mi casa, bastante confundida.
Cuando
llegué al final me topé con la puerta de mi habitación. Al abrirla, sentí un
profundo olor a alcohol. Las luces tenues apenas me permitieron ver el espejo en
una esquina del espacioso lugar.
Pensé:
¡demonios! Me veo hermosa. Comencé a verme mejor, tal vez como no lo había
hecho antes. Estaba un poco cansada, pero de todos modos estaba sonriendo,
estaba feliz. Estaba pensando en todo lo anterior, había sido una buena noche
supongo. Encendí un cigarrillo, me quité los zapatos y me enrosqué el cabello.
Creo que
antes estuve acompañada de un muchacho de cabello negro. Sí. Llevaba un
colgante curioso que apenas se dejaba ver entre sus ropas y desprendía el aroma
de mil flores muertas.
Traté de
recordarlo mejor, tal vez su piel, sus labios, tal vez sus ojos; pero me perdí
en los míos a través del espejo. Todo se tornaba más oscuro en la habitación,
tal vez eran las luces, tal vez mi memoria o mi visión, o después de todas las
dudas simplemente eran mis ojos. Sí. El reflejo me mostraba cuencas oscuras
pero el tacto no me lo confirmaba. Las manos escuálidas y las uñas cubiertas de
tierra.
El espejo
comenzaba a rasgarse suavemente frente a mí mientras estaba inmóvil, tranquilamente
horrorizada y cada vez más confundida. ¿Había bebido algo? ¿Eran alucinaciones?
¿Qué carajo le pasaba al espejo? Cada vez más agrietado, más roto, más rota yo
misma que me reflejaba en él a su gusto y no al mío, no como antes. Sin
embargo, esa sonrisa era tan extraña, ¿era mía? No. Creía haberla visto antes,
pero no estuve segura hasta que se dejó ver enredada entre cabellos mojados.
Era él, sí.
Como un
portal, el espejo se abrió. Entonces retrocedí y pude ver como se expandía para
que saliera aquel hombre. En el suelo caían gotas de agua que se agrupaban en
pequeños charcos.
Se paró
frente a mí mirándome a los ojos por primera vez, y a los pechos, sin
disimularlo. Metió su mano en el bolsillo de mi campera para tomar un
cigarrillo. Suspiré muy fuerte sin pretender ocultar el miedo, a lo que él
sonreía y echaba humo al aire. Encendí un cigarrillo también mientras
retrocedía algunos pasos más. Enseguida se acercó y me empujó hasta caer en el
sofá. Sacó de su abrigo unas cuantas cartas extendiéndolas para que tomara
alguna. Tardé lo más que pude, pero pronto me presionó, obligándome a escoger.
¿Quién
eres? Le dije ¿qué buscas? Escucha Lucifer, ni siquiera tengo alma, improvisé.
No tuve más
respuesta que una carcajada que desató un eco eterno en mi cabeza.
Mis manos
temblaban incontrolablemente mientras sacaba una carta y la volteaba para
descubrir un diez de trébol. Otra carcajada siniestra resonó,
estremeciéndome.
Comencé a
llorar inconsolablemente y a gritarle, hasta que me golpeó y me detuve; me
quedé mirándole a los ojos mientras continuaba temblando y aún las lágrimas
resbalaban por mi mejilla. Pisoteó la colilla en el suelo y se sentó
tranquilamente a mi lado, acariciándome.
Ahora sí
podía observarlo de cerca. Podía ver sus labios agrietados por el frío; sus
ojos extrañamente enrojecidos y otra vez, por fin, podía sentir ese aroma
dulcemente putrefacto.
Deslizó su
mano helada por mi pierna hasta llegar debajo de mi pollera y sacó de allí una
enorme rosa roja. Esbocé una sonrisa, nerviosa. No supe que otra cosa hacer, no
pude preguntar siquiera su nombre, mucho menos preguntar por aquello que era de
mi interés y que él parecía haber olvidado por completo; la carta.
Respondió a mi miserable sonrisa con una
sonrisa siniestra de enormes dientes afilados, que de sólo verlos me sentí
desgarrada.
Se levantó
de pronto y se dirigió hacia el espejo murmurando algo. Por un momento sentí
que había interpretado mi sonrisa como una especie de aprobación o de permiso
ya que comenzaba a arreglarse frente al objeto para llevar acabo la acción. Sí.
Se colocó unas largas pestañas negras, sacó de uno de los tantos bolsillos un
diminuto frasco que contenía un espeso líquido bordó y lo esparció por sus
párpados y luego por sus labios, dejando caer lo que sobraba dentro de su boca.
Por fin se
volteó hacia mí. ¿Por fin? Su expresión era tan espantosa que me causaba
nauseas; que aumentaban a medida que se acercaba. Sentía subir desde mi
estómago un tufo a ácido y mierda que fue lo único que pude pensar: ¡Mierda!
Me levanté
sin pensarlo y agarrándome el vientre comencé a correr en dirección a la puerta
de la habitación. Cuando por fin la alcancé y pude ver el pasillo noté que era
mucho más angosto y que además estaba empapelado del techo al suelo con
tréboles ensangrentados. En ese momento estalló mi angustia y no pude contener
más el vómito. Me incliné abriendo la boca para dejarlo salir. El sonido del
líquido contra el suelo llamó la atención del hombre y comenzó el infierno.
De una sola
embestida me tumbó al suelo. Me tomó de los tobillos y me arrastró por encima
de mi recién expulsada sustancia hacia la habitación nuevamente. Cerró de un
golpe la puerta. Me levantó del suelo con una sola mano mientras que con la
otra revolvía nervioso su bolsillo en busca de una gruesa cuerda que dejó ver
segundos después. La utilizó para atarme al espejo mientras tarareaba una
melodía demasiado alegre.
Fui
demasiado ingenua al intentar escapar de aquellos nudos; ni bien hice el primer
movimiento brusco el maldito despiadado cinchó de un extremo de la cuerda
apretándola aún más, asegurándose de que no pudiese moverme.
Se alejó
casi hasta la puerta meciendo la cintura y por un momento me sentí alegre
creyendo que se iría. Pero no fue así, enseguida se dio la vuelta a la vez que
sacaba de sus mangas unos cuantos puñales negros y comenzaba a tirarlos contra
mí. Pasaban tan cerca que podía sentir su sonido viajando por el aire mientras
sus puntas heladas rozaban mi piel. Seguramente la estampida duró mucho menos
de lo que fue para mí. Cuando cesó abrí los ojos, entre aterrorizada y
agradecida, y con el mismo aire volvía aquel hombre. Posó su dedo índice en mi
ombligo y comenzó a hundirlo hasta el fondo, abriéndolo suavemente para tomar
algo del centro de mis entrañas. Podía sentirlo todo, su uña rasgando las
paredes de mi interior y aquel objeto arañándome el orificio y luego
acariciándolo delicadamente con los pétalos de otra rosa, tan enorme como la
anterior; pero esta vez, negra. La sostuvo en mi piel apretando sus espinas
para que quedase firme y repitió el procedimiento una y otra vez hasta que ya
no pude contar cuántas rosas había sacado desde mi centro, sin explicación
alguna, antes de que quedase inconsciente a causa del dolor. Me detuve en una
duda macabra: ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que este sujeto me
ultrajaba sin cesar? ¿Se habría detenido en algún momento para sentir culpa o
remordimiento? No lo creía y fue por ello que no me sorprendió ver la montaña
de rosas en torno a nosotros ni su enérgico modo de continuar con la labor.
Ya no podía
soportar aquel ardor en todo el cuerpo; el calor que me producía sobre la piel
mi propia sangre ardiendo. No podía distinguir una rosa de otra, no podía
enfocar la visión. Todo lo que había en el suelo era para mí una enorme maraña
de sesos y gusanos. Únicamente pude distinguir en el torbellino de sombras esas
pestañas de cisne y los ojos tan rojos como los de un conejo.
Dejé de
sentir la presión de la cuerda sobre mis senos y mi ombligo lastimado. Me dejé
caer al suelo en seguida, sin siquiera tratar de atajarme con las manos.
Sentí como
me tomaba para tumbarme boca arriba, palpándome. Daba golpes suaves con sus
dedos en mi vientre, en mis costillas y en mis senos. Masajeaba mis piernas
esparciendo la sangre que corría sobre ellas. Apilaba rosas en torno a todo mi
cuerpo a modo de colchón, o al menos eso creí hasta que me colocó una corona de
rosas en la cabeza y una rosa entre las manos, sobre el pecho, y comprendí
(tarde) que estaba en mi lecho de muerte.
Me desvanecí en el momento que terminó de
desgarrar la piel cinchando con ambas manos desde el centro de mi estómago
hacia los lados, en sentido opuesto, abriéndome por completo. Pude ver la
sangre brotando de manera incontrolable, alcanzando con su hervor hasta la
última rosa. Luego de eso, apenas escuchaba débiles llantos deseando que fuesen
míos para tener algún indicio de vida, o de muerte; pero nada me aseguraba
ninguna de las posibilidades. Sentí el dolor por un largo, o tal vez, por un
corto tiempo mientras me adentraba cada vez más en una oscuridad infinita e
indescifrable.
En un instante desesperado un rayo de luz me
encandiló haciéndome volver en mí y tomar consciencia. Creí que había llegado a
alguna especie de paraíso luego del túnel de la muerte. Con gran esfuerzo abrí
los ojos para caer en la simpleza y extravagancia de esa luz salvadora que era
el sol. Nunca había estado tan fascinada por ver el sol. Ni bien la vista
mejoró y me permitió ver el entorno me recosté relajada en el sillón admirando
mi habitación, armoniosa, casi celestial.
Me perturbó notar que la ubicación del espejo,
era la misma en la que lo había colocado aquel aparecido; pero no recuperé el
escalofrío hasta que dirigí la mirada a un costado para encontrarme con un
misterioso naipe; precisamente, un diez de trébol.
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